Me senté en la banca trasera después de pagar el pasaje con las últimas monedas que tenía. Siempre me llamó la atención el nombre de esa ruta de transportes: Circular Sur, porque sube y baja pasajeros mientras da vueltas y vueltas por Medellín como si fuera un carrusel infinito. El bus durante el recorrido dejaba una estela de humo, brincaba y sacudía las latas. Por las ventanas los postes de las lámparas pasaban hacia atrás, mientras yo miraba mis zapatos, los menos peores que tengo, y no sabía cuánto más aguantarían sin romperse antes de emplearme para comprar unos nuevos.

Me dirigía hacia la iglesia de San José a encontrarme con una excompañera de la universidad para entregarle mi portafolio profesional. Ella había accedido formalmente a entregarlo en la oficina donde trabaja. Cuando acordamos la cita me dijo que estaría vestida de camisa amarilla para asegurarse de que yo la reconociera, pues no la veía desde el día de la graduación, tres años atrás. Quizás soy el único del grupo que sigo en busca de empleo y aunque he perdido la noción de cómo se manejan los programas de diseño, guardo la esperanza de que un poco de práctica me permita trabajar para salir de esta mala racha por la que atravieso, tal vez por no haber elegido la carrera correcta: pienso que debí elegir medicina o contaduría, quizás.

La ciudad estaba iluminada por los últimos rayos del sol pero los postes pasaban con las lámparas aún dormidas. Yo pensaba en cómo iba a hacer para pedirle a mi compañera el pasaje de vuelta para no regresarme a pie hasta mi casa. Comencé a observar a cada hombre y a cada mujer que cruzaba la registradora: al caballero con el saco doblado sobre el ángulo de su mano o a la señora cuyo cuerpo rechoncho apenas le permitía hacerse paso de lado. Y a un señor con un lunar rojo que le cubría la cara y le hinchaba los labios, con seguridad no lo había visto antes, porque jamás lo habría olvidado. Tantas gentes nuevas para mí, que me hacían preguntar si antes de morir debíamos verle la cara a todas las que existen.

El bus hizo una parada en el cementerio Campos de Paz. Allí se subió una mujer de chaqueta gris y falda a la rodilla que hacía contraste con la ropa colorida de las demás personas. Me di cuenta de que era una dama de compañía, de esas que contratan las funerarias para hacer calle de honor a los difuntos en las ceremonias de despedida. Atravesó el corredor del bus con la seriedad que asumen su trabajo, pues caminan con un ramo de flores por entre una lluvia de lágrimas sin desdibujar el rostro ni sus miradas lejanas. Se sentó a mi lado y el bus arrancó de nuevo. La miré de reojo. Sentí el olor del paño de su vestido impregnado de incienso, velas y flores. El cabello era una cascada oscura y el maquillaje resaltaba un rostro sagrado.

Al cabo de un tiempo, tocó el timbre y se bajó. Con pasos largos llegó hasta su casa. Buscó las llaves en el bolso y abrió la puerta. A su encuentro salió un perro lanudo, deduje que estaba viejo, porque el ímpetu con que la saludaba no era suficiente para rasgarle las medias de seda. Se quitó los tacones, los tomó en su mano y caminó por entre un corredor. A la mitad se detuvo en la puerta de un cuarto y saludó a una señora que le habló desde su cama para que calentara la comida guardada en la nevera.

En el bus, yo buscaba más y mejores palabras para pedirle a mi compañera el pasaje de regreso. Miré por entre las bancas los zapatos de cada uno de los pasajeros y deduje que los míos no estaban tan malos.

Dentro de su cuarto, la dama se quitó el traje con una lentitud ceremoniosa y lo dobló sobre una silla. Desde entonces su cuerpo comenzó a ondular como si se hubiera liberado de una armadura.

El bus seguía su recorrido por la ciudad, cayó la noche y las lámparas liberaron su luz prestada. Pensé, además, que debía guardar cierta distancia para hablarle a mi excompañera, porque sentí que mi camisa estaba impregnada del “mal de tierra”. Era la época de lluvias en Medellín y mi casa era tan pequeña que la ropa apretujada en la sala no se secaba lo suficiente y agarraba ese olor a sótano que recogen las telas cuando no reciben los rayos del sol.

La dama se metió al baño y cerró la puerta. La luz de una lámpara de la calle se filtraba por entre la cortina de seda y esparcía un color ámbar sobre el tendido de la cama. No me atreví a tocar los objetos colocados en el escritorio de madera. Escuché que abrió la llave del agua y empezó a tararear una canción que retumbaba como en una catedral. Al principio creí que era un réquiem, pero luego distinguí la letra de un vallenato cuya lenta cadencia había logrado mi confusión. Dejó de cantar. En el silencio escuché el tic tac de un reloj despertador que estaba en el nochero, acompañado de un portarretratos con una foto de ella más delgada.

Al sur de la ciudad veía las luces de los televisores en las salas de las casas. La registradora no paraba de girar y de contar gente que se parecían a los balines de una ruleta cuyo azar debía ser el ataúd que escoltan las damas de compañía.

Salió del baño envuelta en una toalla blanca, la soltó y la lanzó sobre un perchero de pared. La humedad le hacía ver la cascada del cabello más caudalosa. Algunas estrías marcaban la sensualidad de su cuerpo. Tomó una piyama larga, de tela de algodón. Deslizó las piernas por entre las mangas hasta que al final florecieron sus dedos. Buscó el celular dentro del bolso y comenzó a teclear camino a la cocina. La mirada constante en la pantalla hacía ver que conocía cada espacio y cada rincón. Una sonrisa esporádica hacía eco en la extensión de la casa. Tomó la comida de la nevera y la metió en el horno microondas. En minutos la sacó y aún sin quitar la mirada del celular arrastró con el pie una silla de la mesa y se sentó a comer.

El bus llegaba al lugar de mi encuentro. Me puse de pie para mirar hacia afuera. Había muchas personas recostadas en los muros de la iglesia de San José, mientras otras caminaban. A esa hora ya no se veían las chazas que venden velones y escapularios.  Sentadas en la fuente, otras hacían círculo a la espera de alguien. A un costado distinguí la camisa amarilla que reflejaba la luz de la calle. Llevaba unos tacones que la hacían ver más alta. La velocidad con que miraba a lado y lado me hizo entender que no estaba desesperada. Caminé y me detuve en la puerta con una mano en el pasamano y la otra dispuesta a tocar el timbre. Sin embargo dejé que el bus continuara su camino sin bajarme y sin perderle la mirada, hasta que el tumulto y las luces se tragaron su figura.

El bus dio la vuelta completa a la ciudad y me bajé frente a mi casa. Sentía el cuerpo liviano con pies de plomo. Entré, saludé a mamá con un beso en la frente, me dijo que calentara la comida guardada en la nevera. No lo hice. Caminé hasta mi cuarto, me lancé a la cama y me quedé dormido.

Muy entrada la noche me despertó el pitido de un celador que a lo lejos rasgaba el silencio del barrio. Levanté la cabeza y vi en mi nochero la comida servida por mamá. Calculé el tiempo que había esperado mi compañera o si aún estaría allá en la fuente sobre sus tacones, con la mirada a lado y lado para reconocerme entre los pocos caminantes nocturnos. Sentí puntadas de lluvia en el techo y me acordé de la dama de compañía.

Se movía dormida en su cama, quizás por una pesadilla. Las gotas en la ventana reflejaban serpentinas de luz en la cortina. El vestido del trabajo reposaba en la silla y la toalla colgaba del perchero. La foto del portarretrato lloraba, las lágrimas se habían desparramado por el nochero e inundaban la casa. El chapoteo de mis pasos por el corredor rebotaba en las paredes. Me encontré con el perro que tiritaba de frío y lo cargué hasta la sala. Los truenos alumbraban las calles mientras esperé en el sofá a que el reloj la despertara para seguirle sus pasos hasta el lugar donde trabaja.

Publicado en:
Laterales Magazine.

 

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